26 marzo 2010

Historias del Savoy

Descubrí a José Luis Alvite cuando era adoleceste. Gracias a la costumbre de mi madre de deambular por todos los rincones de la casa con un transistor en el bolsillo. Por eso creo que soy tan "radioadicto", he crecido con los ecos de locutores radiofónicos por las habitaciones. Mi madre no proyecta sombra, irradia ondas. Alvite, es un periodista y escritor gallego que colaboraba, no sé si continúa haciéndolo, semanalmente en el programa que Carlos Herrera tenía en Canal Sur Radio (ahora en Onda Cero, Herrera en la Onda, creo que se llama). Tenía un minuto a la semana que paralizaba por completo mi existencia, dejaba lo que estuviera haciendo y arrimaba la oreja a mi madre para escuchar cómo Alvite nos regalaba una nueva historia del Savoy. Ese antro imaginario (se me cayó el mundo cuando descubrí que era pura invención) es el lugar donde me hubiera gustado nacer, he crecido con él y creo que me acompaña, aunque yo no lo quiera, a cada paso que doy, incluso es parte de mi forma de ser. 
José Luis Alvite es un periodista de los de antes que comenzó con una columna en Diario 16, ahora tiene una columna en el diario La Razón. Presume de mala vida y tienen varias ex y dos hijos a los que él mismo reconoce haber visto crecer por teléfono. Su voz de cenicero y bourbon te transporta a otro mundo, a otro siglo. Siempre me pregunté si este tipo recopilaría aquellas historias en un libro, y lo hizo. No hace mucho salió Historias del Savoy (4) acompañado de un CD de sus colaboraciones en radio. Leerlo es una delicia, escucharlo un viaje al pasado. 
Alvite es un maestro del calificativo, de la frase exacta en el momento exacto, de crear los personajes que yo siempre quise ser, de escribir como a mí me hubiera gustado hacerlo. Así que nada, os regalo dos perlas de este genio y no perdáis la oportunidad de escucharlo contar estas historias porque no os decepcionará.
Pon el vídeo antes de comenzar a leer...

Dinero con pulgas.

Aquel tipo era poca cosa, levantaba del suelo apenas un palmo sobre su sombra, se repetía en cinco minutos de conversación y no recuerdo que alguna vez saliese de su boca algo más interesante que el olor del chicle que mascaba todo el rato. Cuando se arrimaba a la pared del bar, era fácil que lo confundieses con el papel pintado. Mis amigas me reprochaban que lo desconsiderase y decían que era un tipo encantador. El caso es que siempre estaba rodeado de chavalas. Luego supe que tenía dinero, mucho dinero, tanto como para cambiar de coche cada vez que se le acabase el aroma del ambientador, suficiente dinero para pagar al contado las copas y el traspaso del local en el que las tomase. ¿Para qué diablos necesitaba aquel tipo la conversación? Tan absortas estaban en la desbordante imaginación de semejante riqueza, que las chavalas le reían incluso los carraspeos, los eructos y, si hiciese falta, el silencio. Hablé unas cuantas veces con él para averiguar si había otras razones para tanto éxito y llegué a la conclusión de que lo que las mujeres le reían no eran sus ocurrencias, o sus chistes, sino sus propiedades. Le profesaban una devoción verdaderamente servil que se parecía mucho a la que no pocas personas sienten por los artistas famosos, en cuyas manos a veces una bofetada hasta les parece un autógrafo. Encuentro justo que alguien se sienta seducido por el alma de otra persona, pero considero deplorable que se arrodille sin otro motivo que adorar su saneada contabilidad. Aquel era el ejemplo: un tipo que no las encandilaba con su belleza, con su conversación o con su alma, sino lisa y llanamente, con su peso en el catastro, y las hacía reír impresionadas sin duda por el dinero que le costaba el amarre de su yate en quince puertos distintos y el lujo de plantarse en cualquier casino por el simple placer de demostrarle a sus acompañantes lo feliz que le hacía atascar el black jack con el trajín de sus apuestas. Supe que hace unos cuantos años era muy aficionado al tiro al plato y que lo practicaba rodeado en el foso por todas aquellas atónitas amiguitas que disfrutaban en compañía de alguien al que suponían capaz de reventar a tiros en el aire cada tarde una vajilla de Limoges. Que careciese de modales era lo de menos. A las chavalas les importaba poco que aquel tipo en el fondo fuese un hombre burdo que en su círculo más restringido se divertía tomando el champán por un botijo.
Un día al leer el periódico me encontré con la noticia de su muerte repentina. Me interesé entonces por el eco que había despertado el óbito y descubrí que las muchachas que tanto lo adularan antes, se habían buscado por la vía rápida otros bolsillos en los que meter la mano. Les duró poco el dolor, no mucho más de lo que fueron capaces de aguantar la sed. En realidad, en vez de un amigo, habían perdido un sponsor, de modo que resolvieron la angustia del momento echándole un vistazo al listín telefónico, sin duda persuadidas del suyo no era el penetrante y perdurable dolor del corazón inesperadamente solitario, sino un simple revés fiduciario, un problema de liquidez, nada que no pudiesen resolver repasando con un dedo el resplandor monetario de las páginas amarillas. Como suelen hacer los perros, al faltarles la comida en la basura, cambiaron de portal.
En el fondo siento lástima por aquel tipo. Un amigo común que tiene la manía de pasarse de vez en cuando por el cementerio me comentó que en su tumba ni siquiera se detienen las flores expósitas que con el temporal arrastra el viento. Sus amiguitas de los buenos tiempos dieron su recuerdo al olvido y se buscaron otros hombres ricos con la natural prisa de que se les estaban acabando casi de un plumazo la juventud y la belleza. El tiempo pasó como si corriese por el atajo, igual que corre la brisa que viaja dentro de los aviones. Ahora todas ellas son mayores. Y aunque algunas noches salen a tomar copas, se dieron cuenta de que les ha ocurrido como a las pulgas cuando descubren que todos los perros que pasan a su lado van llenos de otras pulgas más sedientas. A veces hablo con ellas y aunque parecen felices recordando los buenos tiempos de risa y black jack, en el fondo se han plegado a la idea de que en la vida de cualquier rico de ocasión ellas ya no podrían ser sus caprichos. Sino, simplemente, sus pufos. Y si aún se mueven, supongo que será por temor a que las alcance su mal olor.


El Savoy


A estas alturas creo que ya todos sabemos que el jefe del Savoy es Ernie Loquasto, un tipo escarmentado por la vida que ya sólo se da prisa para perder el tiempo. Fue él quien me dijo que «de un tipo se sabe que es tranquilo cuando entre cigarrillo y cigarrillo, aprovecha para fumar». Una madrugada también me dijo que «un buen reloj sólo sirve para que las mujeres elogien tus modales». Acerca del matrimonio las ideas de Ernie son relativamente pintorescas. Suele decir que «el segundo matrimonio es una manera como otra cualquiera de separar el primero del tercero». Algo parecido le escuché al jefe cuando una noche en el club se me dio por evocar paisajes. Ernie me miró y me dijo: «¿El paisaje? Bobadas, Al. El paisaje sólo es lo que un fugitivo necesita para cambiar de ciudad». Del ex boxeador Sony «Sweet» Sullivan os hablé unas cuantas veces. Lleva años alejado del ring pero aún conserva secuelas de los golpes. A veces se acerca al barman del Savoy y le pregunta por el andén del tren a Chicago. En el boxeo no ahorró dinero. Gastó bastante en juergas con mujeres y dice la leyenda que un buen puñado de billetes el muy idiota los guardó en el fuego. Y cuando se dio cuenta, era un pobre diablo con el dinero justo para necesitar mucho más. Los billetes que le quedaban dicen que los gastó en pagarle al tipo que le enseñó a contarlo. También se dice de él que el hueso más duro de su rostro es la cereza del martini. Una madrugada me contó que en sus malos tiempos tras malgastar el dinero del boxeo, espesaba la saliva en la boca para tener algo que comer. Dudo que sea cierto, pero también se corrió por ahí que Sony había compartido la dentadura postiza con un ex-jugador de béisbol. ¡Pobre Sony! Dice que «en los Buenos tiempos del Madison, yo era negro como carbón a oscuras pero tenía un dinero, muchacho, así que, ¡lo que son las cosas! las chicas me confundían con Troy Donahue». Al piano suele sentarse el entrañable Larry Williams, un tipo que en los ensimismados momentos de nostalgia, toca suave como si interpretase a Gershwin con las manos en los bolsillos. Larry se casó tres veces. De sus ex esposas lo más íntimo que conserva son números de tres teléfonos cortados.

Del bueno de Larry el pianista escribió en una ocasión el reportero Chester Newman: «Este tipo viajó mucho antes de recalar en el club de Ernie Loquasto. Nunca paró mucho en los sitios. Se dice de él que entraba en las ciudades buscando expresamente la salida. En un local nocturno de Baltimore todavía le recuerdan como el pianista que debutó con su última actuación. A sus pies les cuesta seguirle los pasos. Pero Larry tiene una memoria emocionada de las cosas y de los lugares por los que pasó. La noche que le conocí en el Savoy, su partitura en el atril era un mapa de carreteras».

¡Chester Newman! ¡Dios Santo!, el viejo reportero del «Clarion» lleva decenios contándole a sus lectores los crímenes de la ciudad. Dice que un tipo es interesante cuando da que hablar o cuando hace sufrir. En una ocasión acudió al asesinato de un infeliz del que nadie sabía nada. A Chester le costó cubrir un puñado de párrafos con la historia de aquel desdichado. El colofón todavía hoy resulta de una expresividad indiscutible. Escribió Chester en el «Clarion»: «El caso es que el de ayer fue un crimen sin palabras, una noticia sin texto, algo así como haberle disparado directamente a mi papelera. La víctima fue un hombre irrelevante contra el que ni siquiera había una mala excusa para dejarle vivo. Nada más examinar el cadáver, el detective Fuller dijo que en un tipo así, lo único realmente interesante es el orificio de salida».

Circulan por el Savoy muchas leyendas referidas al detective Fuller. Personalmente comprendo que Fuller no es un tipo recomendable, aunque me cuesta creer que cuando nació, su madre presentase cargos contra él. Eso dice una de las leyendas que él se encarga de fomentar, como cuando en el 74 me dijo una madrugada en el club: «Muchacho, acabo de esclarecer el doble asesinato de la Calle 46 esquina a Broadway. Detuve a dos sospechosos. Con tres bofetadas uno de ellos confesó el crimen». Entonces le pregunté qué había sido del otro. Y Fuller me dijo: «¿El otro? Vamos, Al, a la cuarta bofetada, el otro acabó confesando su inocencia».


Humo y alcohol para todos.
Ciao!



 

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