Nunca he sido de best seller. Ni siquiera me gusta el término. Cuando medio mundo estaba maravillado con Da Vinci y su código yo leía la primera novela desconocida de Dan Brown (que me parece bastante mejor escrita, dicho sea de paso), luego, como era lógico, se convirtió también en superventas y la guardé no recuerdo dónde para leer el famoso código. Tardé diez años en comenzar a leer Los Pilares de la Tierra desde que se publicó (si no lo has leído deberías comenzar), reventando el panorama de ventas literario conocido hasta entonces. Desconfío de aquello que me venden las multinacionales porque nos iguala, generalmente en estupidez, uno ya tiene bastante con cargar con su mediocridad como para dejarse además manosear el cerebro. Es cierto que muchos de estos superventas son grandes obras literarias, con ese respaldo quién no, pero también es cierto que la mayoría dejan mucho que desar. Sea como fuere hay que reconocer que ayudan a fomentar la lectura y eso es de agradecer en cualquier caso.

Respecto a los saludos que dispensaba Samantha a los caminantes, camioneros y viajeros en general cuando pasaban por delante del Honey Route mientras se hacía las uñas de los pies en el porche a media tarde, esa hora en la que aún no hay clientes y las chicas no están embadurnadas en saliva, hay que decir que sólo tenían como propósito desear un buen viaje, afirmarse en la idea de que existía un mundo más allá de sus uñas y su porche y nada más. Por eso cuando un hombre frenó en seco su Ford Scorpio y se acercó a Samantha y le cogió de la mano para decirle de golpe lo guapa que era, se le encendieron las mejillas y a punto estuvo de soltar una lágrima sobre la laca de uñas roja que la emoción le había hecho derramar al suelo. Mientras tomaba algo, sentado a su lado, dijo llamarse Pat, Pat Garret, y no tardaron en besarse, lo que les llevó inmediatamente a la habitación. Samantha jamás había estado con un hombre a esa hora en la habitación. De repente, como otra vida. Pat tenía una afición: coleccionar fotografías encontradas. Todo valía con tal de que salieran figuras humanas y fuera encontrada. Viajaba con una maleta llena. Mientras miraba un punto fijo en la pared de la habitación, le contó que después de haber trabajado en un banco en LA, había heredado inesperadamente, así que dejó el trabajo. Su afición por las fotografías le venía del banco, por culpa de ver a tanta gente; siempre imaginaba cómo serían sus caras, sus cuerpos, en otro contexto, más allá de la ventanilla, que era también como el marco de la fotografía. Pero tras haber cobrado la herencia, su otra afición, el juego, lo había llevado a perderla casi en su totalidad. Ahora se dirigía al Este, a Nueva York, en busca de más fotografías. Aquí, en el Oeste, siempre andamos a vueltas con los paisajes, pero allí todo son retratos, le dijo. Abrió la maleta y le fue dando las fotos, que ella miró una a una sin atención pero con ganas de comprender. En un momento dado él le dijo señalando con el dedo una foto en la que un grupo de colegialas posaba un día de fin de curso del 78, ¿Ves a esta niña de ahí? ¡Es tan guapa que podrías haber sido tú! Entonces Samantha se armó un taco imaginando todas esas vidas que ahora, emulsionadas, pasaban por sus manos, pero un taco que le hizo creer por un momento que tenía una gigantesca familia más allá de las compañeras de burdel y hombres de carretera. Cayó sobre el pecho de Pat y lo abrazó. Él le dijo, Te llevaré conmigo a Nueva York. Se quedó muchos días más, ella le preparaba la comida y no salían de la habitación. La noche que Pat se fue, a Samantha le despertó el motor del Ford. No se movió de la cama, pero estuvo despierta hasta que amaneció, y ya de mañana, tras descartar que se hubiera ido a Carson City a por tabaco, se sentó en el porche a hacerse las uñas de nuevo, y lo olvidó todo y saludó a un joven que con una mochila del ejercito pasaba caminando hacia la US50, y le gritó, ¡Si ves a un tipo en un Ford Scorpio Rojo que viaja solo hacia Nueva York dile que vuelva! Él ni la miró. Ahora habrá dos maletas llenas de fotos tiradas en dos lugares del desierto. Rostros, familias, posibles parejas que ya sólo serán teóricas, retratos de una y otra maleta que no llegarán a encontrarse.
Agustín Fernández Mallo es el autor de la novela. Físico de profesión (lo que explica muchas cosas) que ejerce en el ámbito de la física de las radiaciones nucleares con fines médicos. Amante de la postmodernidad, de hecho acuñó el término de Poesía Postpoética, publicó varios libros de poesía hasta que decidió echar a rodar su Proyecto Nocilla una experiencia narrativa compuesta por una trilogía que se cerró el año pasado con su última novela Nocilla Lab. Si queréis saber más compraros el libro y gastar el dinero en algo productivo que estamos en crisis. Eso sí si os gusta leer con desarrollo, nudo y desenlace, olvidaros de este libro, el capítulo más largo tiene tres páginas, el más corto una línea y todos guardan relación con todos, como la vida misma. Todos nosotros formamos parte de la vida de los demás y viceversa. Disfrutarlo, yo ya estoy inmerso en la segunda parte, Nocilla Experience ya os contaré.
Por cierto fijaros bien en ese árbol del desierto de Nevada, si leéis el libro sabréis de qué hablo, es fundamental en esta historia.
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