Cargamos más de lo necesario. El problema es que, sin darnos cuenta, todo eso que acumulamos y disparamos fuera en el peor momento se vuelve contra nosotros. Sé de lo que hablo. Aparece justo cuando menos lo mereces y explotas cuando menos lo necesitas. Sólo entonces te das realmente cuenta del peso innecesario que soportas.
El viejo maestro.
Había una vez en el antiguo Al-Andalus, un viejo maestro en el arte de la guerra , ya retirado que se dedicaba a enseñar el arte de la meditación a sus jóvenes alumnos. A pesar de su avanzada edad, corría la leyenda que todavía era capaz de derrotar a cualquier adversario.
Cierto día apareció por allí un guerrero con fama de ser el mejor en su género. Era conocido por su total falta de escrúpulos y por ser un especialista en la técnica de la provocación. Este guerrero esperaba que su adversario hiciera el primer movimiento y después con una inteligencia privilegiada para captar los errores del contrario atacaba con una velocidad fulminante. Nunca había perdido un combate.
Sabiendo de la fama del viejo maestro, estaba allí para derrotarlo y así aumentar su fama de invencible. El viejo aceptó el reto y se vieron en la plaza pública con todos los alumnos y gentes del lugar. El joven empezó a insultar al viejo maestro. Le escupió, tiró piedras en su dirección, le ofendió con todo tipo de desprecios a él, sus familiares y antepasados. Durante varias horas hizo todo para provocarlo, pero el viejo maestro permaneció impasible. Al final de la tarde, exhausto y humillado, el joven guerrero se retiró.
Los discípulos corrieron hacia su maestro y le preguntaron cómo había soportado tanta indignidad de manera cobarde sin sacar su espada, asumiendo el riesgo de ser vencido.
-Si alguien te hace un regalo y tú no lo aceptas, ¿a quién pertenece ese regalo? -preguntó el viejo maestro.
-A quién intentó entregarlo -respondió un discípulo.
-Pues lo mismo vale para la rabia, la ira, los insultos y la envidia -dijo el maestro-, cuando no son aceptados continúan perteneciendo a quien los cargaba consigo.
A veces tengo la sensación de que decida lo que decida siempre me equivoco. Soy un perdedor, y lo asumo casi con comodidad estoica, pero no estaría mal, por una vez, paladear el sabor de la victoria. No esta hecha la miel para la boca del asno, pero eso él no lo sabe. Quien toma una decisión puede ganar o perder, el que no hace nada seguro que se equivoca. La apatía, como el silencio, siempre son cómplices de la tragedia...
Indiferencia asesina.
He cometido el peor pecado que uno puede cometer. No he sido feliz.
Leía aquella frase una y otra vez escrita en un viejo libro de Borges que tenía olvidado hasta que, poco a poco, las letras se derritieron sobre el amarillento papel.
¿Por qué lloras, mamá? - preguntó el pequeño Mario.
El padre subió el volumen del televisor.
Soy de instintos suicidas, lo reconozco. Tomo muchas decisiones sin medirlas demasiado, así me va. Pero no me arrepiento demasiado, ni más ni menos que cualquiera supongo. Lo peor de darse cuenta tarde de las cosas es pensar en todo aquello que dejaste de hacer sin un motivo concreto, sin una razón de verdad, pero que entonces habrías matado a cualquiera que te hubiera llevado la contraria. Es curioso cómo la misma realidad se percibe de forma diferente según quién la mire. Por fortuna desgracia la realidad es la que es y no la que queremos que sea. Nos pasamos la vida haciendo lo correcto, lo que creemos que debemos hacer en cada momento, justificando lo imposible, excusando lo que no tiene perdón, buscando nuestra ansiada libertad... pero se nos olvida que todo (el borreguismo también) tiene un precio que pagamos tarde o temprano incluso sin darnos cuenta.
Esposas mentales. (este cuento se lo debo a Juanca Adarve, que es un crack)
Un habitante de un pequeño pueblo descubrió un día que sus manos estaban aprisionadas por unas esposas. Cómo llegó a estar esposado es algo que carece de importancia. Tal vez lo esposó un policía, quizás su mujer, tal vez era esa la costumbre en aquella época. Lo importante es que de pronto se dio cuenta de que no podía utilizar libremente sus manos, de que estaba prisionero.
Durante algún tiempo forcejeó con las esposas y la cadena que las unía intentando liberarse.
Trató de sacar las manos de aquellos aros metálicos, pero todo lo que logró fueron magulladuras y heridas. Vencido y desesperado salió a las calles en busca de alguien que pudiese liberarlo. Aunque la mayoría de los que encontró le dieron consejos y algunos incluso intentaron soltarle las manos, sus esfuerzos sólo generaron mayores heridas, agravando su dolor, su pena y su aflicción. Muy pronto sus muñecas estuvieron tan inflamadas y ensangrentadas que dejó de pedir ayuda, aunque no podía soportar el constante dolor, ni tampoco su esclavitud.
Recorrió las calles desesperado hasta que, al pasar frente a la fragua de un herrero, observó cómo éste forjaba a martillazos una barra de hierro al rojo. Se detuvo un momento en la puerta mirando. Tal vez aquel hombre podría...
Cuando el herrero terminó el trabajo que estaba haciendo, levantó la vista y viendo sus esposas le dijo: "Ven amigo, yo puedo liberarte". Siguiendo sus instrucciones, el infortunado colocó las manos a ambos lados del yunque, quedando la cadena sobre él.
De un solo golpe, la cadena quedó partida. Dos golpes más y las esposas cayeron al suelo. Estaba libre, libre para caminar hacia el sol y el cielo abierto, libre para hacer todas las cosas que quisiera hacer. Podrá parecer extraño que nuestro hombre decidiese permanecer en aquella herrería, junto al carbón y al ruido. Sin embargo, eso es lo que hizo. Se quedó contemplando a su libertador. sintió hacia él una profunda reverencia y en su interior nació un enorme deseo de servir al hombre que lo había liberado tan fácilmente. Pensó que su misión era permanecer allí y trabajar. Así lo hizo, y se convirtió en un simple ayudante.
Libre de un tipo de cadenas, adoptó otras más profundas y permanentes: puso esposas a su mente. Sin embargo, había llegado allí buscando la libertad.
Con frecuencia se nos olvida que los muros que levantamos a nuestro alrededor no sirven para protegernos, sino para aislarnos. Es así. Pero todo tiene una lectura positiva. Siempre, siempre, en cualquier momento, en cualquier situación puedes mandarlo todo a la mierda y comenzar de nuevo. O no. Eso depende de las agallas que tengas...
Derrotado sobre el volante, al borde del precipicio, no encontraba los motivos que le habían llevado a aquella situación. Tampoco importaban, ya no había vuelta atrás. Miró al vacío temblando de rabia, el llanto apareció en el momento oportuno y no lo pensó mucho más. Pisó a fondo el embrague, engranó la marcha con violencia, tanto que el coche gruñó del daño, y hundió el pedal del acelerador dejando atrás aquel maldito lugar. Después de todo, se dijo, la vida continúa y no vale la pena tanto por tan poco.
Menos mal que me salva el sentido del humor y alguna que otra ninfa que me parte el encanto en la cara cuando menos me lo espero. Así me va... jajajajajajaja
Aviso para navegantes: se agradecen los buenos comentarios.
Gracias.