Caminaba con Lorraine bajo la gélida noche de
la ciudad dormida, embozado en la gabardina y con mi viejo sombrero negro
calado hasta las cejas. A pesar de la temperatura, ella vestía una estrecha
minifalda y unas botas altas que me permitían ver sus piernas lo suficiente
como para distraer mi atención del camino. Nos detuvimos en una de tantas
recreaciones de buena vida y armonía que por estas fechas inundan la ciudad. Por muchas
historias que me cuenten, amigo mío, me decía una noche Freddy con su voz de
lija, yo seguiré pensando que aquel pueblo fue un trocito de tierra que algún
poderoso rey regaló a Belén, la más bella de sus fulanas, que terminó
volviéndolo loco con la mágica danza de su vientre envenenado. Me encantaría
vivir ahí dentro contigo, dijo Lorraine apretándome el brazo, siempre que
hubiera un buen burdel donde poder trabajar.
Nos perdimos calle abajo por el oscuro
callejón que desemboca en la puerta del Bohemia.
Allí todo seguía igual. El humo del tabaco olía a café recién molido y se
enredaba con la tenue luz del local en una enigmática danza. Nos sentamos en
una de tantas mesas de madera oscura y carcomida por la música y el fondo de vasos
sedientos. Ella pidió lo de siempre y yo lo de costumbre, aunque lo mezclamos
con alguna que otra caricia furtiva bajo la mesa y uno de esos besos que no se
conforman sólo con los labios. Aquella noche, volví a declararme tan inocente
como siempre. Quédate a mi lado, querida, le dije con toda la sinceridad que
aprendí a fingir. Esa vez iba tan en serio que ni siquiera me afectó la quinta
copa que se perdía garganta abajo. Sentados en aquel rincón, me di cuenta de
que sólo hubiera faltado un violinista borracho, un par de velas y un anillo de
por medio, para que la escena fuera aún más patética. Por suerte, maldita sea,
aquella mujer sabía cómo romperte el encanto en la cara.
Lorraine
bebió un sorbo de su copa sin mojarse los labios, acarició mi mano con una
preciosa sonrisa de complicidad y me besó con el ardor de un buen malta doce
años. Encanto, tú sabes que eso no es posible, me dijo como si hablara de
cualquier otra cosa. Lo más cerca que tú y yo estaremos del matrimonio, añadió
sin pestañear, será cuando sientas esa extraña punzada en la cabeza cada vez
que me vaya con otro. Yo tengo un precio que tú no estás dispuesto a pagar y lo
sabes. En seguida se levantó, se acercó a
mí como una serpiente a su presa y me plantó un casto beso en la mejilla. Antes de
marcharse me susurró al oído que esa noche invitaba la casa y desapareció
mientras mis ojos seguían como locos el vaivén de su cadera.
La vi salir acompañada de un tipo
color sepia que parecía haber saltado de un retrato antiguo. Una mujer como esa
no necesita lo que tú le ofreces, me dijo Barnie desde su piano, alguien como
Lorraine, maldita sea, no pide ni siquiera que la ames; sólo necesita saber que
te matarás cuando ella muera, que te morirás cuando falte y eso, muchacho, es
un precio demasiado alto incluso para ti. Y
tenía razón. Aquella noche estaba contento con mi triste rechazo porque
comprobé, de una vez por todas, que alguien como yo no sabía entregarse a otra
persona.
Mi
copa se marchó de un trago y Barnie le arrancó al piano un “Jingle bells” que despertó las carcajadas del público
asistente.
Queda inaugurada la Navidad, Felices Fiestas del Grinch!!!
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